Hoy hace diez años -5 de mayo del 2003-, en un rescate fallido para liberarlos después de un año de cruel cautiverio, el Gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria Correa y el Comisionado de Paz Gilberto Echeverri Mejía, fueron asesinados por las FARC, al igual que ocho soldados del ejército que estaban secuestrados con ellos.
A Guillermo y Gilberto los unió la vida y los unió la muerte. Se cruzaron en varias oportunidades como compañeros de trabajo. Se encontraron siempre en la amistad, en convicciones, en afinidad de ideas y de metas, en sueños y esperanzas, en compromiso social.
Ellos se unieron en propósitos porque trabajo digno, nutrición infantil, oportunidades en educación, salud y vivienda y respeto a los derechos del más débil fueran prioridad de toda tarea de servicio público. La incapacidad de la sociedad para acabar las violencias que azotaban nuestros territorios, eran sus angustias, por tal razón decidieron recorrer juntos un camino, el de la noviolencia y el plan congruente de paz.
Al respecto Guillermo dijo: “…queremos ser idealistas, tener sueños e ilusiones, ser imaginativos y romper los esquemas egoístas que solo han dejado tristezas (…) comenzamos un camino que tomará tiempo recorrer y debo hacer énfasis en la necesidad de asumir esta tarea con paciencia y perseverancia, sin generar falsas expectativas, conscientes de que sólo una gran dosis de generosidad, patriotismo y espíritu de reconciliación podrá llevarnos a un futuro menos injusto y violento”.
Desde su inhumano cautiverio, Gilberto expresó: “Lo que el Gobernador y yo estamos haciendo es una sacrificio para que la clase dirigente política, económica, industrial, académica, laboral, profesional, campesina, etc., entienda que nuestro modelo económico y social tiene que cambiar”.
Han pasado diez años de las muertes trágicas de estos dos demócratas integrales y su profunda convicción en el respeto a los derechos humanos, en la libertad como valor fundamental y no subalterno y en la dignidad como su valor concomitante sigue latente y vigente su magisterio público basado en la visión de un Estado regulador, eficiente, eficaz y facilitador. Con responsabilidad social, como innatos dirigentes, comprendían que la paz es un derecho y una obligación y debe ser la vocación genuina de toda política.
La semana pasada los recordábamos con el informe de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento -Codhes-, según el cual, unos 5,2 millones de colombianos viven desplazados de sus hogares a causa del conflicto armado. Vergüenza, Colombia primero en el mundo en desplazados. Según datos del Gobierno, “Más de cinco millones de víctimas ha dejado el conflicto armado que padece Colombia desde hace cerca de medio siglo, de las cuales unas 600.000 fueron asesinadas (…) Las principales causas por las que se declaran víctimas son el desplazamiento forzado, secuestro, violencia sexual, reclutamiento infantil y minas antipersona”.
Además del costo humanitario de este conflicto, sin hablar de los costos específicos del conflicto para los diversos sectores de la economía y para la sociedad colombiana en general, los costos de la pobreza, marginación, exclusión, fanatismos e inequidad son los que deberían concentrar nuestra mayor atención en la búsqueda de un país más justo, solidario e incluyente.
El legado de paz de Guillermo y Gilberto, el de millones de víctimas y el de cientos de miles de seres humanos que como ellos han perdido o han ofrendado su vida, debe mantenernos en la ruta de la Noviolencia, por el final de este absurdo y fratricida conflicto, que requiere convergencia de autoridad y firmeza, sí, pero al lado de reformas políticas, inversión social, diálogo y reinserción generosa. Como ellos lo decían, la paz es un camino incierto que debemos recorrer juntos, tomados de la mano, concertando rutas. Concertemos en Colombia rutas de paz.
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